lunes, 7 de octubre de 2013

Reyero, Burgos, los Rubiales, Criado, Ucelay…. ¡una docena de periodistas en el lío!


(Viene de la entrada anterior)
Nos volvimos a mirar con una mezcla de extrañeza e inquietud. Ucelay se mesó el cabello varias veces y sus ojos chiribitearon en extraña mixtura de risa y conmiseración. Abrió la boca y, por unos momentos, mostró sus incisivos superiores, tiznados de un atípico color blanco en la punta; arrugó la frente y miró a los hermanos Rubiales en un gesto que venía a decir: “¿Éste está loco o qué?”. Juan Rubiales, el mayor, frunció el ceño y se atusó el bigotazo negro que aderezaba su poliédrico rostro. Puso la misma cara de póquer que cuando le pedían que fuese a tal o cual evento para “hacer un directo”. Era un tipo decidido y muy echao palante. Por eso, cuando los de Nacional o Local necesitaban informar de un acontecimiento en vivo, llamaban al redactor de deportes en la seguridad de que Juan Rubiales resolvería la cuestión sin sucumbir al feroz nerviosismo del directo. Ahora, fue a decir algo, pero pareció dudar y no llegó a pronunciar palabra. Ramón Rubiales, su hermano, se frotó, mientras, el pequeño y brillante pendiente que portaba en el lóbulo izquierdo (que le había catapultado a la popularidad, porque nunca antes la caja tonta había ofrecido un presentador de informativos con ese adorno). La luz mañanera que se filtraba por el ventanal cubrió sus rizos de tonalidades pardas que recordaban el color de piel que se había traído del desierto africano, cuando regresó de cubrir el Rally París-Dakar. Miró, primero, con displicencia, a su pariente y luego, a Brotóns, que se mantenía a la expectativa.

Reyero, el cabo furriel, permanecía apoyado sobre la mesa circular del despacho con la mirada clavada en ningún sitio y una campechana media sonrisa que indicaba que nada de aquello iba con él. A tenor de su expresión, parecía estar a cientos de kilómetros de allí, tal vez en Seatle, lugar de dónde había regresado tras cubrir los Wood Will Games (Juegos de la Amistad), evento del que Telemadrid había informado con profusión. Le habían mandado allí, entre otras cosas, porque era el que mejor inglés hablaba de la redacción.

A su lado, Julio César Cobos, el redactor del Atlético de Madrid (ya que se ocupaba básicamente de la información del club rojiblanco), trataba de enfocar sus ojos claros, serenos, de mirada sincera, hacia los papeles que Brotóns mecía en el aire. Desde que se había casado, apenas un mes antes, su expresión no había dejado de ser reluciente. Era, sin duda, una buena persona.

También lo era Antonio García, un madrileño de aspecto mayorzote que había vivido los últimos meses en la Comunidad gallega. Cuando le llamaron para que se incorporase a la redacción deportiva de Telemadrid, ejercía de delegado de La Voz de Galicia en Carballo (La Coruña). Resulta que él y yo teníamos amigos comunes en ese periódico. Ahora, miraba furtivamente a unos y a otros como tratando de adivinar quién de entre nosotros era el chivato.

Ángel López Ochoa estaba más serio que nadie, como correspondía a una persona de su veteranía. Este burgalés, a sus cuarenta y muchos años, habría asistido, seguramente, a episodios parecidos antes de que le enrolasen en Telemadrid. Conocía bien al Butano porque trabajaba en Antena 3 de radio de Burgos. Allí tenía, al parecer, un puesto de relumbrón. Pero le ofrecieron un buen contrato y mejor sueldo y no se lo pensó demasiado. Dejó la familia en la capital burgalesa y alquiló un pequeño apartamento en la madrileña calle de Santa Engracia, cerca del trabajo. Y pasó a ocuparse de los temas federativos y arbitrales de la sección. Era el periodista más carroza de Deportes y odiaba tanto hacer salidillas como tener que cocinar.

A su derecha estaba Raquel Criado con cara de circunstancias. La única chica de la redacción deportiva exhibía una expresión de ansiedad sólo comparable a la que mostraba cuando tenía que presentar algún programa en plató. Se ponía muy nerviosa y, lo que es peor, se le notaba. Raquel era, junto con Ucelay, la “especialista” en ciclismo de la cadena. Recordé que, fechas atrás, yo había entrevistado a Eduardo Chozas y el simpático corredor madrileño abrió y cerró la conversación con la misma frase: Muchos recuerdos para la chica de deportes, eh. Sí, Raquel tenía amigos en el ciclismo.

Ante ella, pegado a la pared como una lapa, tragaba saliva sin parar el pelirrojo Fernando Burgos. Su pelo parecía arder encima de un rostro que había tomado el color de la palidez. Fernando, uno de los cuatro becarios de la sección, era un chico listo. Jugaba al fútbol en el equipo de Leganés, su pueblo; y había hecho prácticas en Onda Madrid, la radio autonómica. Eso, unido a su propia inquietud profesional, le permitía dominar con cierta seguridad los intríngulis de la información deportiva y conocer a casi todos los deportistas de primera y segunda fila, nacionales e internacionales. A mí me había salvado la vida un día. Muro me pidió unas colas de un combate de boxeo de Foreman, que había enviado la WTN. Busqué la cinta y monté 25 segundos de imágenes. Menos mal que antes de entregarlas a realización las vio Fernando Burgos; porque yo no estaba seguro de que aquél fuese Foreman. ¡Y no lo era! Así que, Fernando buscó en la cinta de la WTN hasta encontrar al boxeador en cuestión. Luego, yo monté otras colas y así, gracias a él, evité el desastre.

Julio Sanz también miraba sin pestañear, embobado, a Brotóns. Parecía adorarle, a pesar de que tanto él como Muro le recordaban cada dos por tres que tenía que mejorar su locución, su “off”. Y es que Julio Sanz no parecía haber nacido para hablar tras un micrófono. Tenía buena voz, pero leía mal y su entonación dejaba muchísimo que desear. Quizás por eso hacía menos cosas que los otros becarios. Estaba pasando las prácticas casi desapercibido. Era un chico de baja estatura, gárrulo y regordete, un “tripero” como él mismo se calificaba. Cuando íbamos a comer a alguno de los restaurantes de la zona, demostraba ser, efectivamente, un consabido gourmet, “como mi padre”, decía él. Citaba muchas veces a su padre, que trabajaba en Iberia. Deduje, por sus comentarios, que debía de tener un buen puesto. La expresión relajada de Julio era, ahora, idéntica a la que mostraba a diario en la redacción y se correspondía más con un momento de normalidad que con la escena a la que estábamos asistiendo.

Manu presenciaba cariacontecido la función. Se mesaba el cabello y no paraba de tragar saliva. En realidad disfrutaba como nunca; porque siendo tan admirador como era del Butano, el hecho de tomar parte en algo que tenía que ver con su ídolo, significaba, sin duda, un gran acontecimiento para él. Me di cuenta de que estaba morenísimo. Había pasado un par de días en su Torrejoncillo natal (Cáceres) y había vuelto con otro pelaje. Seguro que en esos momentos pensaba en Onda Latina —una radio del barrio de Carabanchel en la que habíamos colaborado los dos—, y en la encendida defensa de García que ambos hiciéramos tres meses antes, en uno de los informativos, cuando el periodista se hallaba a un paso de ingresar en la cárcel a raíz del asunto de José Luis Roca y las Cortes de Aragón. ¡Qué cosas!

¿Y qué decir de mí? Mis sentimientos no eran diferentes en aquellos momentos a los que pueden surgir cuando se participa en el juego de los palitos: el que saca el más corto, ha ganado. Una mezcla de ansiedad, interés y agitación se me arremolinaban dentro. Lo que de verdad me apetecía en aquel instante era abrir mi cuaderno y transcribirlo todo. Me parecía una situación maximalista, pintoresca, apoteósica, grunge, naïf, irrepetible, digna de recordar.

(Sigue).