lunes, 7 de octubre de 2013

Joaquín Leguina permitía que mantuviesen a un jefe de deportes "necio e incompetente"


(Viene de la entrada anterior)
José María García no dejaba a nadie de los nuestros indiferente. Los redactores noveles le temíamos; los más veteranos, asistían a las reprimendas de medianoche con una mezcla de quemazón, socarronería y risotadas nerviosas. Brotóns, por su parte, era el que mejor se lo tomaba: se coñaba a carcajada batiente de su más feroz enemigo y no se cansaba de imitarlo: butano, butanito, butaneteee...¡Ojo al dato, señoreees!

Durante la semana, Manu y yo solíamos salir de la cadena con tiempo suficiente como para poder sintonizar Antena 3 —en el coche o en casa— y enterarnos de los puñales que nos lanzaba García. Sólo citaba a Brotóns, pero sus soflamas e invectivas nos dolían incluso más que si pronunciase nuestros nombres. La crítica era especialmente dura los domingos a medianoche tras el Gol a Gol. Al llegar La otra liga, Jacinto de Sosa comenzaba a lamentarse de no haber podido analizar tal o cual jugada y, entonces, García sacaba la artillería pesada. Su comentario siempre abundaba en las mismas ideas: Telemadrid era un despropósito pagado por todos los ciudadanos, que costaba un ojo de la cara y parte del otro (el presupuesto de la cadena rondaba los 14.000 millones de pesetas); los políticos de la Comunidad de Madrid dilapidaban el dinero al mantener en la televisión autonómica a un jefe de Deportes que era un necio y un incompetente, que no sabía ni valía para ocupar el cargo y que, además, se había rodeado de inválidos; un alto porcentaje de esa culpa correspondía directamente al presidente regional, Joaquín Leguina, por permitir que sus “adláteres” colocasen en el ente televisivo a los amigos. Reyero (al que nunca citaba por el nombre) no era más que un niñato, un enchufado y un paniaguado del poder establecido. Y los otros redactores, unos aprendices inexpertos e ineptos, que sólo eran capaces de elaborar un producto infantiloide, propio de niños.

Nos masacraba o al menos lo intentaba. La radio, insisto, se ponía tan colorada a medianoche como el famoso chándal del supercantinelas.

Las críticas de García me dolían especialmente porque me consideraba uno de sus más fieles admiradores. Hacía muchos años que le seguía y casi le idolatraba: me parecía extraordinario todo lo que era capaz de decir; asombroso que supiese cosas que nadie sabía; prodigioso que ninguna persona fuese capaz de torcerle el morro. Su característico estilo le había servido para superar todos los “records” de publicidad y de audiencia; y para obtener, entre otros, el premio “Ondas” por su programa “El partido de la jornada”; y la “Manzana de Oro”, que le había entregado el político comunista Gerardo Iglesias (porque García así lo pidió). El Butano era, con mucho, el periodista más conocido y nombrado del país. Era el periodista que yo siempre soñaba ser, el profesional en el que quería convertirme al terminar la universidad.

Mi lealtad hacia García había quedado demostrada tres meses antes cuando un fallo del Tribunal Constitucional sentenció que el comunicador debía ingresar en la cárcel. El asunto se remontaba a 1987. En el otoño de ese año, la Audiencia Provincial de Zaragoza había condenado a García a dos meses de prisión por un delito de desacato al acusar a José Luis Roca Millán, ex presidente de la Federación Española de Fútbol y diputado de las Cortes de Aragón, de cobrar indebidamente dietas por importe de 600.000 pesetas. José María García interpuso, entonces, recurso de amparo ante el Constitucional; pero ahora, tres años después, el alto tribunal decidía rechazarlo, lo que significaba que García tendría que cumplir la pena de inmediato. Y no sólo eso: merced al fallo, la justicia reabría otra condena de corte semejante que pesaba sobre el periodista desde 1984. La Audiencia Provincial de Madrid le había condenado en aquella ocasión a dos meses de cárcel por haber llamado “payaso” al entonces ministro de la UCD Pío Cabanillas. La sentencia reconocía, no obstante, la “remisión condicional” de la pena, es decir, que al ser inferior a un año y no tener el procesado antecedentes penales, la dejaba en suspenso con la única condición de que el condenado no volviese a delinquir. Ahora, por lo tanto, García debía cumplir cuatro meses de cárcel.

(Sigue).