jueves, 9 de enero de 2014

El cuaderno de trabajo como diario personal


(Viene de la entrada anterior).
El cuaderno de hojas cuadriculadas, tamaño folio, que me habían dado en producción el primer día comenzó a arrugarse. El desgaste era inevitable con tanto ir y venir. En él tomaba notas durante las ruedas de prensa; en él garabateaba, aún antes de llegar a la redacción, las líneas maestras de la noticia que venía de cubrir; en él escribía ideas y apuntaba teléfonos; en él redactaba mis textos personales y mis experiencias puntuales. Mantenía, como en la universidad, la costumbre de escribir en los momentos de aburrimiento o de “impasse”. Y por eso, en medio de citas textuales, datos, fechas y claves informativas, aparecían, de vez en cuando, recuadros de texto que nada tenían que ver con el trabajo periodístico diario. Más tarde, cuando los releía, podía recordar con precisión lo que había acontecido aquel día, mi estado de ánimo o cualquier otra curiosidad.

Una mañana, al entrar en la redacción vi a Ángel González Ucelay leyendo mi cuaderno. Yo siempre lo dejaba encima de la mesa. Nada de él me parecía demasiado importante, excepto los teléfonos de contacto de mis fuentes y de mis amigos ocasionales. Pero, ¿a quién más le podían interesar?

Ángel González Ucelay era un redactor santanderino con el que congeniaba bastante. Teníamos, más o menos, la misma edad (aunque creo que él era un par de años mayor que yo). Había conocido, primero, su voz, ligeramente siseante, porque, como ya he dicho, él narraba los partidos de fútbol y las pruebas de ciclismo que emitía la cadena. Luego, cuando fui a la tele y le traté en persona, nos caímos bien. Se mostraba simpático, abierto y educado. Pero algunas veces parecía una persona mucho más mayor de lo que realmente era. Sus ademanes, a ratos serios en demasía, no encajaban en un físico realmente aniñado. La primera vez que fui a la ciudad deportiva para cubrir un entrenamiento del Real Madrid, me mandaron con él. Me llamó mucho la atención la distancia que trataba de guardar en el trato con los jugadores, el cuerpo técnico y los demás periodistas. De no ser porque conmigo se mostraba hablador y campechano hubiese dicho que era un tipo poco afable.

Esa mañana, Ucelay leía mi cuaderno. Se había detenido en la tercera hoja. Al fondo, a la derecha, aparecía una de mis “sentencias”:

La televisión me parece un circo creado a medida de los que mandan. Los “amos” fabrican estrellas, presentadores, azafatas, rostros famosos, caras bonitas (la mayoría, femeninas), que luego explotan y venden en las funciones de esta carpa de 625 líneas. Por los platós circula a diario una turbamulta de gañanes con corbata y de sílfides embutidas en ceñidos vestidos. ¿Qué sería la tele sin ellos? Igual que sus padres de la política, son una “troupe” multiforme de personajes vanidosos, ególatras, irreverentes y paganos... hoy imprescindibles, desechables mañana. Ahora, yo formo parte de ese circo. Sería fantástico que pudiese ganarme la vida así. 

Me gustaba borronear de forma... ¿desatada?. El párrafo en cuestión, inspirado en otro de Moncho Alpuente, lo había escrito unos días antes en la Federación Española de Fútbol mientras esperaba en un lujosa sala al presidente, Ángel María Villar, con el que habíamos concertado una entrevista “en exclusiva”.

— Me encanta como escribes; y, además, hay fundamento en lo que dices —comentó Ucelay, con una media sonrisa, cuando le sorprendí.

Luego, cerró el cuaderno, me dio unos golpecillos en el hombro y se fue hacia el fondo de la redacción.

Me quedé embelesado por el halago y, a la vez, preocupado.

Quizás no debiera usar mi cuaderno de trabajo como diario personal.
(Sigue).