jueves, 9 de enero de 2014

Capítulo V: Un fiasco montado en Telemadrid. Telefútbol, las cantinelas de José María García y el humor colorado de JJ. Brotóns


El deporte es una guerra sin armas (George Orwell).


La mirada del coronel echaba chispas. Los militares árabes son capaces de quemar la hierba sólo con mirarla. Los ojos del coronel Mahmoud El-Gohary chiribiteaban como un globo terráqueo de parvulitos. El entrenador de la selección nacional de Egipto permanecía erguido, tal que una esfinge, y se mesaba el cabello cortado a cepillo mientras reordenaba sus líneas. Estaba decidido a dejar su impronta en el campeonato mundial de fútbol que se jugaba en suelo italiano.

Cinco metros más allá, Leo Beenhakker, el mister holandés, se desgañitaba delante del banquillo e imploraba coordinación y concentración a los suyos. Tras él, en las gradas que se elevaban hasta el cielo de Italia, los hinchas “tulipanes” bramaban cánticos de guerra y hacían ondear de forma incansable las enseñas naranjas. Sus gritos ahogaban los gritos de los “faraones” que, en un número muchísimo menor, se esparcían entre el gentío y ayudaban a llenar casi los tres cuartos del estadio La Favorita. Los marineros de un barco egipcio, anclado desde varios días antes en el puerto de Palermo, amenazaban desde las bancadas con extraños registros sonoros. La voz de los marinos siempre se oye más tierra adentro que en alta mar.

Parecía imposible que Egipto aún no hubiese marcado.

El segundo encuentro del Grupo F del mundial estaba resultando sorprendente. La “naranja mecánica”, o sea, el combinado holandés, ganaba uno a cero. Pero no estaba demostrando la superioridad que le otorgaba la historia y el momento. La temida Holanda no podía con los “faraones”. Un gol de Kieft en el minuto 14 de la segunda parte, a pase de la figura Van Basten, había colocado a los holandeses por delante. Pero esa ventaja era engañosa porque Egipto estaba poniendo contra las cuerdas a los todopoderosos RijkaardKoemanGullit, Van Basten y compañía. Estos, no sabían cómo resolver aquel extraño marcaje zonal, ejecutado con precisión y soltura inusitadas, al que les estaban sometiendo los hombres de El-Gohary. El medio campo africano era una fabrica de fantasía e inteligencia que destrozaba la creatividad del rival. Aficionados y periodistas no salían de su asombro.

El árbitro, un hombre alto, espigado, de pelo rubio y ensortijado, que se peinaba con raya a la izquierda, apenas se había movido del campo holandés en esta segunda parte. Se desplazaba como un atleta y trazaba diagonales perfectas. Sus piernas, fuertes, morenas y lampiñas, no paraban. De vez en cuando, tendía la mirada hacia las bandas en busca de las indicaciones de los auxiliares de línea, a los que inquiría con inequívocos guiños: “¿Ha sido falta?”, “¿le ha dado una patada?”, “¿ha salido el balón?”, “córner, ¿es córner?”, “¡coño, fuera de juego! No sé, no sé”. Inmediatamente, se llevaba el pito a la boca y fabricaba un silbido seco, nítido; un cachetazo estridente que terminaba de la misma forma repentina con la que había nacido. El pitido siempre brotaba acompañado de los gestos autoritarios y seguros del colegiado. El resultado era una orden tajante que ningún futbolista se atrevía a protestar. Emilio Soriano Aladrén, español, del colegio madrileño, era un buen árbitro y lo estaba demostrando.

Holanda resistía como sólo saben hacerlo los equipos grandes. Pero Egipto tocó a rebato. La explosión de juego de los soldados de El-Gohary comenzó a asfixiar al enemigo naranja, que, cansado y dominado, apenas podía ya detener la carrera de los delanteros egipcios. Faltaban siete minutos para el final del partido. Y entonces ocurrió. Ronald Koeman aferró descaradamente la camiseta de Abdou, cuando el “faraón” se escurría hacia el interior del área. Lo derribó y el árbitro español, sin dudarlo, señaló penalti.

La grada bramó con gran estruendo. La hinchada africana rugió de gusto mientras cientos de seguidores holandeses se echaban las manos a la cabeza y gesticulaban incrédulos, convencidos de que había sido una falta fuera del área.

Los jugadores rodearon al colegiado: los “tulipanes”, para pedirle que rectificase tan injusta decisión; y los egipcios, para exigirle que, además de señalar la pena máxima, expulsase al infractor. Soriano Aladrén se zafó del tumulto y caminó con el brazo tendido hacia la mancha blanca del punto de penalti. No había vuelta atrás.

Lanzó con clase Abed El-Ghani, marcó y logró el empate a uno. El marcador ya no se movería en los cuatro minutos que quedaban.

La selección egipcia acababa de protagonizar la primera gran sorpresa del mundial. Empatar con la vanidosa Holanda era para muchos una hazaña tan grande como haber levantado las mismísimas pirámides (“Somos casi imbatibles”, había advertido el neerlandés Gullit un día antes del partido). Inglaterra, siguiente rival de los muchachos de El-Gohary, ya no las tenía todas consigo. Pero el protagonista, el centro de todas las miradas, el personaje más señalado por el dedo acusador, era un hombre rubio, espigado y atlético que hablaba castellano: Emilio Soriano Aladrén, el árbitro que había pitado el penalti a favor de los egipcios; un penalti que, en opinión de la FIFA (la todopoderosa federación internacional del fútbol) era fruto de la imaginación del colegiado; porque la falta se había producido fuera del área. Pero no sólo eso: Soriano se había olvidado de mostrar la tarjeta roja a Koeman. Y ese era otro grave error. Porque haber señalado la pena suprema implicaba expulsar al infractor. Y Soriano no lo hizo. El mejor árbitro de España ya se podía ir despidiendo del mundial. Y quién sabe si de más cosas.
(Sigue).